Escuchando: To the dogs or whoever (Josh Ritter)
Cuando era niño, mi madre tenía miedo de los perros. Como era de esperar, fue contagioso y durante mi infancia huí de compañías caninas. Con los años he recuperado un poco la cordura, aunque sigo siendo un poco Frasier en mi relación con los canes.
La vida, que se gasta una ironía fina, fina, hizo que cuando me mudé a compartir casa y algo más, entre los extras estuviera una perrita de visita los primeros días. O por usar el diminutivo con el que se la conocía: perrina. Acostumbrada a vivir en el pueblo, por logística a veces tenía que venir a pasar unos días a una ciudad que la aturdía. Y ahí comenzamos a conocernos.
Se llamaba Beltza, que en euskera quiere decir negro. Era blanca, claro. Pero eso es otra historia. Cuando la conocí ya era mayor, y me hicieron el resumen de sus anécdotas de juventud. Eso sí, seguía teniendo la agilidad suficiente para demostrar a los urbanitas algunos de sus mejores trucos. El de hacer pis sin parar de andar levantando las dos patas traseras siempre fue el más celebrado durante sus paseos por la Alameda.
De vez en cuando iba yo a su casa, otras veces venía a la nuestra. Siempre fue un modelo de educación, y puedo contar con los dedos de una mano las veces que la oí ladrar. Y con ella descubrí que sí, que hace mucha ilusión que te reciban así cuando llegas a casa. O que los perros son más coherentes y previsibles que muchas personas. También que no le gustaban las bolitas amarillas de su comida, y que era capaz de escupirlas. Una a una.
Y así pasamos los días, ganándonos respetos y confianzas mutuamente. Entendiendo yo cuándo ella quería que le abriese el balcón, haciendo ver ella el miedo que tenía a las tormentas enroscándose a mis pies. Hasta mi madre acabó reconociendo que le caía bien.
Pero los años también pasaron, y comenzaron a notarse. Se perdieron sentidos y se ganaron incontinencias. Las escaleras se subían hacía arriba y se rodaban hacia abajo. Y ya a última hora acabó por huir de la compañía, por desconocer horarios, por ladrar sin acordarse muy bien de cómo se hacía. Por andar sin saber muy bien hacia dónde, por pararse sin saber muy bien por qué.
Hace unos días que nos dejó, y si existe algún cielo para perros espero que tenga una larga playa como la que tanto recorrió jugando. Y es que, quién me lo iba a decir a mí, yo también la echaré de menos. Claro que sí.
Hasta siempre, Beltza