Que la vida no es un cuento

Escuchando: Tame the tiger (Marah)

– Yoli, joder. Que te he dicho que lleves la comida a tu abuela. No te lo repito más.

De mala gana, Yoli suelta el mando de la Play, y sale de su habitación refunfuñando. Se llama Yolanda, claro. Lo de Caperucita sólo es un mote, ¿o pensábais que era su nombre real? ¿Menéndez, Caperucita?. ¡Presente! Si su madre no se empeñase en ponerla esa ridícula capa con capucha, que no abriga una mierda, encima, todo el mundo la seguiría llamando por su nombre. Pero no, no puede ir con un plumi, como todos sus amigos. Tiene que llevar la puta capa.

Se llama Yolanda y vive en la segunda casa más apartada del mundo. El primer puesto se lo lleva la vivienda de su abuela, una carretera nacional y un bosque más leejos. El culo del mundo. Un sitio en el que sería insoportable vivir, de no ser por la costumbre que tiene el guardabosques de bajarse al moro. Su abuela es habitual consumidora de toda substancia psicotrópica que cae en sus manos, y cuando le da el mono hace experimentos con hierbajos del bosque. Así, no es de extrañar que luego venga diciendo que los lobos hablan. Claro. Y los árboles, y las ardillitas, y los elefantes rosas que la saludan por las mañana. Claro, abuelita.

Con su madre mirándola de reojo, Yoli coge la cesta de mimbre (no podía llevar una mochila, no, una cestita de mimbre, con lacitos; no podía ser menos) y se la lleva a la cocina, sin saber que en ese mismo momento su abuela se ha quedado dormida fumando un porro, y su manta favorita (la de Bob Marley con la bandera de Jamaica) ha comenzado a arder.

Caperucita llena la cesta de manzanas rojas, y se pone su capa roja, atando las dos cintas rojas debajo de su barbilla. Se despide de su madre distraídamente, y sale de casa.

La vida real no es ningún cuento, ni de hadas, ni de príncipes, ni de princesas, ni de niñas que se meten en la boca del lobo y salen tan contentas. No, en el mundo real, las cosas suelen ser menos bonitas de lo que parecen en un principio, y no se puede confiar en la suerte, ni en la buena voluntad de las gente, ni en los milagros. En la vida real no hay un bosque, hay una selva.

Caperucita llena la cesta de manzanas verdes, y se pone su capa verde, atando las dos cintas verdes debajo de su barbilla. Se despide de su madre distraídamente, y sale de casa. Cruza la carretera cuando no debe, y lo último que ve, demasiado tarde, es la masa roja, verde para ella, de un camión de bomberos a toda velocidad.

FIN.