Escuchando: I Lied (Telefon Tel Aviv)
Demasiado frío para salir, demasiado aburrido para quedarse en casa. De fondo, el murmullo de la lluvia en la calle. Otro fondo, otra capa, algún disco, ni siquiera recuerdo cuál es, sonidos repetitivos y minimalistas para no desviar mi atención de la actividad que me traigo entre manos: no hacer absolutamente nada.
El Equipo A. La canción del Equipo A. Rompe la quietud, la atmósfera, me hace abrir los ojos de golpe. Tengo que cambiar la melodía del móvil, ya ni siquiera recuerdo por qué puse esa tontería. Pero tontería o no, está sonando. En la pantalla, un número que desconozco. Me lo quedo mirando unos segundos antes de descolgar, más por dejar de oír el timbre que por ganas de hablar.
No soy la persona más original del mundo, tampoco tengo ganas de serlo esta noche, así que contesto con un previsible ¿diga? y espero. Espero unos segundos en los que no se oye nada al otro lado de la línea. De pronto una voz, femenina, agradable, pausada, con el tono de quien ha ensayado cien veces la misma frase, pero aún así consigue recitarla con naturalidad: Hola Miguel, soy Julia, ¿te acuerdas de mí…?
Es mi turno para dejar pasar unos segundos de conversación en riguroso silencio. Básicamente, por dos razones. La primera, que no conozco a nadie que se llame Julia; la segunda, anecdótica, sin importancia: que no me llamo Miguel.
Hay veces que no comprendo mis reacciones. Ésta es una de ellas. Mi cerebro procesa y prepara la frase Lo siento, te has equivocado de número. En claro motín hacia mi persona, mi boca pronuncia ¿Julia?
Esta vez sin pausas, mi teléfono me lanza a la oreja la siguiente frase de la conversación: Si, Julia, de la facultad, quedamos un par de veces hace algunos años. He encontrado tu número y me han entrado ganas de saludarte, de saber qué ha sido de tu vida…
El motín continúa, mi cerebro se pasa al otro bando y me quedo a solas frente a mi imaginación. Ah, ya, suelto con toda la naturalidad de la que soy capaz. Gracias por llamar, qué ilusión, cuánto tiempo. Pues yo sigo por aquí, la verdad es que no he hecho gran cosa en estos años. Buscar trabajo, hacer alguna chapucilla. Nada importante, nada que me haya cambiado mucho la vida, la verdad… ¿y tú?
En lugar del esperado ¿no eres Miguel, verdad? lo que escuché fue un breve relato de un final de carrera (¿de qué carrera?) duro, largo, doloroso. De una búsqueda desganada de trabajo, de un empleo en Barcelona, me costó un poco adaptarme a vivir allí, pero después de unos meses tenía un grupo de gente muy legal con el que podía contar para cualquier cosa. Me relató sus pequeños éxitos, sus grandes fracasos, cómo con el tiempo la novedad dio paso a la añoranza, la derrota, el regreso de nuevo a casa de su madre (¿ya, pero a dónde?) hace un mes.
Este monólogo lo he acompañado intercalando constantes frases de asentimiento, alguna pregunta, palabras de ánimo, de apoyo; todo ello cortesía de la parte amotinada de mi cuerpo, la que me tiene amordazado el sentido común.
Tras esta avalancha de información. de nuevos unos instantes de silencio. Ella de nuevo: Bueno, no te entretengo más, a ver si nos vemos algún día y recordamos los viejos tiempos, ¿vale? Más que acordarme, en mi caso sería descubrirlos, pero aún así, asiento: claro, claro, cuando quieras. Llámame cualquier día, ya sabes dónde estoy (¿lo sabe?)
Despedida y cierre. Me quedo mirando la pantalla de mi teléfono. Seis centímetros cuadrado llenos de sorpresas.
Hay veces que no comprende sus reacciones. Ésta es una de ellas. Su cerebro procesa, pero su cuerpo se amotina y acaba tomando sus propias decisiones. Ana vuelve a dejar el teléfono sobre la cama, mientras se pregunta por qué se ha inventado una historia, por qué ha acabado contando sus fantasías a un desconocido. Es agradable compartir recuerdos, aunque sean falsos. Repitiéndose mentalmente esa conclusión, cien veces, mil veces, como castigo por sus locuras, como premio por ellas, apaga la luz y se queda dormida.