Escuchando: We are the Champions (Queen)
Poco futbolero soy, bien lo saben los que me conocen. Pero con los mundiales suelo hacer excepciones, en los partidos de la selección (sólo me perdí el de Suiza este año). Supongo que tal y como está el patio todos hemos acabado volcando nuestras esperanzas en el mundial… no recuerdo haber vivido otro con esta ilusión desde que Panini no me sonaba a bocadillo y pegaba los cromos de Arconada en el álbum de Naranjito.
Ayer el país se paralizó, lo pude comprobar en Santander porque sacrifiqué el primer tiempo para darme una vuelta por la ciudad con la cámara. Luego publico algunas de esas fotos. De vuelta en casa, viví el resto del partido con el corazón en un puño, como el resto del país.
Seamos realistas: ni la monarquía ni gaitas. Lo que consigue unir de verdad a todo el país, o casi, es el fútbol. Ayer millones de personas gritamos, aplaudimos y saltamos a la vez. En una España en la que sacamos divisiones de los asuntos más triviales, es un alivio disfrutar de jornadas así, en las que las banderas significan lo que son: un trapo, unos colores, algo con lo que identificarse, alejándolas de los tintes políticos e ideológicos que tanto daño nos suelen hacer.
Esa es una razón para engancharse a la Roja. La otra, mi preferida, es la simpatía que uno acaba sintiendo por nuestra selección. Muchas veces me da la impresión que de la muchachada que nos sucederá ha perdido totalmente el norte y tengo ganas de ir corriendo a hacerme un plan de pensiones. Y entonces va uno y se sorprende al comprobar que nuestros representantes futboleros no sólo juegan bien, sino que lo hacen como un equipo, sin héroes y como una piña. Derrochan humildad, nobleza (y no esos holandeses barriorrojeros que vimos ayer), simpatía, buen rollo y naturalidad, mucha naturalidad. Ahí quedan las lágrimas y los besos para demostrarlo.
Es para estar orgulloso de ellos. ¡Enhorabuena campeones!