Nunca me costó cumplir años. Será porque he tenido la suerte de que siempre los acabo con la sensación de que han merecido la pena. Sin embargo, hace ahora justo un año entré en la cuarentena y ni lo celebré ni le pude dar mucha importancia. Fueron días bastante terribles, con demasiadas cosas en la cabeza, sorpresas inesperadas (¡mellizos!), complicaciones del embarazo, dudas, miedos, búsquedas desesperadas de colegios… un bonito follón en el que mi cumpleaños pasó con mucha más pena que gloria.
Un año después he celebrado mis 41 años en casa, con tranquilidad, con mi pequeña gran familia. Quién me lo iba a decir entonces. Entré en los cuarenta corriendo, sin mirar, apagando fuegos, y sigo parecido: sobreviviendo a cada día, sólo que con más pequeñas sonrisas por casa. Este primer año de cuarentena me ha servido para recolocar muchas prioridades y para comprobar -con mucho orgullo- que por muchos escollos que uno se encuentre siempre hay algún rodeo, siempre se encuentra alguna solución… sobre todo cuando se trabaja con la mejor compañera de equipo posible y se tiene además la suerte de tener el apoyo incondicional e inestimable de la familia. Y con familia me refiero a la de verdad, a la de sangre, a los que tanto nos ayudáis… pero también a nuestra otra familia, nuestros amigos, nuestros grandísimos amigos. Sí, somos los que siempre llegamos tarde y con sueño, los que casi nunca podemos quedar, los que nos marchamos pronto, los que casi siempre tenemos a alguien entrando o saliendo de algún virus… pero por pequeñas que hayan sido, esas quedadas nos han dado muchísimo aire. Gracias a todos ellos también.
No tiene pinta de que con 41 años vaya a dormir mucho más (tengo asumido que vivo con más sueño que sueños), ni vaya a ponerme al día con conciertos, lecturas ni películas. No creo que pueda tener mucha más vida social que la actual, ni que los viajes puedan ser una prioridad. Pero será difícil que me veáis sin una sonrisa puesta. Porque al final en eso consiste ser padre: en comprender que todos los sacrificios merecen la pena cuando los niños te devuelven una sonrisa, unas primeras palabras, o una charla desternillante con lengua de trapo. Y sinceramente, mientras sea así, que pasen todos los años que tengan que pasar, que los seguiré disfrutando.
Seguiremos cumpliendo.