Todos mis mejores deseos para estas fiestas. Que tengamos un 2024 en el que podamos aprovechar cada uno de sus 366 días.
La imagen es una mezcla de fotografía (acebo en hayedo de la Cotera, Saja) y acuarela. Porque a veces es más importante pasárselo bien en el proceso que un resultado perfecto.
Hoy se cumple un mes desde que comenzó nuestro confinamiento. Un mes con nuestros tres niños sin salir de casa. Y hasta ahora lo llevaban relativamente bien. Pero empieza a notarse el encierro, ellos se aburren, nosotros vamos agotando la paciencia. Y es que al final en la gestión de esta crisis se está echando en falta que alguien piense en los niños y en sus necesidades (más allá de discutir qué hacer con el curso escolar y cómo evitar que pierdan materia… como si tuvieran poco con lo que lidiar).
Hace un mes todavía podíamos soñar que no era para mucho tiempo. Ahora ya sabemos que ha sido largo y lo será más aún. Se van descartando poco a poco las vueltas al cole, las vacaciones planeadas, los conciertos, los festivales…
Ya cuesta decir eso de que «todo saldrá bien» porque no, no está saliendo bien. Ya nos conformamos con que no salga demasiado mal. O que salga, sin más. Pero cuando volvamos no será a la normalidad, no a la que conocíamos. Habrá que habituarse a nuevas costumbres y echar mucho de menos otras. Pero al menos esperemos que lo podamos hacer (casi) juntos.
Ahora que estamos todos a vueltas con el tele-trabajo, un par de apuntes:
Uno. Trabajar desde casa es posible en muchos más casos de los que se imaginaba. Es cierto. Pero no pensemos que este experimento colectivo a causa de la pandemia es un ejemplo de tele-trabajo. No. No hay que sacar conclusiones de rendimiento cuando muchos clientes y proveedores están cerrados, los niños están por casa revoloteando alrededor y todos tenemos la cabeza (además) a otras cosas. Es una situación de emergencia. El tele-trabajo habitualmente es más tranquilo y se puede organizar mejor. Palabra.
Dos. Hay que buscar un hueco en casa para montar el espacio de trabajo. Por si sirve de inspiración, os cuento mi experiencia. Cuando nacieron los mellizos mi despacho se convirtió en su habitación y yo me fui con mis trastos a… donde pude. Que en mi caso fue un hueco en el dormitorio donde hasta entonces había un armario auxiliar. 80 centímetros de ancho. Con planificación y un poco de maña conseguí encajar ahí un escritorio que teníamos por casa, un par de baldas y listo: el ordenador de sobremesa (con una tira de luz tras la pantalla como iluminación nocturna), mi SAI, un hueco para almacenar el portátil, escáner, impresora, tableta de dibujo, mi montón de discos duros convenientemente guardados y ocultos, un cajón para cargadores y accesorios… y todo ello sin demasiados cables a la vista gracias a un par de guías en las esquinas.
Eso y unos cascos con cancelación de ruido son mi equipo de batalla para estos días.
Estas memorias están siendo un poco escasas. Es lo que hay. La gente que se aburre durante el confinamiento no tiene hijos, o no tiene tres, o no los tiene tan pequeños. Los nuestros llevan 26 días sin salir de casa (como debe ser). Y lo llevan razonablemente bien. Nosotros tenemos nuestros momentos, pero no nos quejamos. O sí, pero poco. Tenemos salud, comida, trabajo, Netflix y Disney+.
Los primeros días intentábamos llenar sus días de rutinas, actividades, manualidades. Ahora pasan un poco ya de nosotros. Con todo, hay más tiempo del habitual para jugar con ellos, dibujar, ver películas, leer cuentos, montar LEGO. Luego les pierde la intensidad y llegan las carreras (¡perdón, vecina de abajo!), los gritos y las peleas. Forma parte del pack.
Por la ventana sigo viendo pasar un montón de personas. Es cierto que vivimos enfrente de dos supermercados, cerca de panaderías y tiendas de alimentación, pero la gente (sobre todo la gente mayor) sigue saliendo a hacer compra diaria, y el pan que sea recién hecho. Yo no he visto tantos perros en mi vida. Nosotros no tenemos y hacemos compra semanal (no da para alargarlo más, comen mucho), así que cuando salimos lo hacemos ya con cierta aprensión.
Toca tener paciencia. Abril seguirá con esta misma rutina y en mayo ya veremos. La gente que se imagina saliendo a la calle a abrazarse en los bares se va a decepcionar. Volveremos a lo que solía ser nuestra normalidad poco a poco, si es que la logramos recuperar del todo. De momento lo importante es mantener a raya el número de contagios, para que puedan respirar un poco los que están en primera línea.
Seguiremos aplaudiendo. Por ellos. Seguiremos informando.
Pandemia. Todo lo que nos parecía normal se ha tambaleado. Llevamos una semana confinados en casa y las calles han pasado a ser territorio hostil al que aventurarse para lo básico durante el menor tiempo posible. Los niños encerrados en una casa que se queda pequeña para tanta energía, para tantos juegos, para tantos gritos.
Y lo peor está por venir. Hay que mentalizarse. Hay que quedarse en casa. Hay que quedarse en casa. Hay que quedarse en casa. A ver si a fuerza de repetirlo -o de multas ejemplares- los insensatos van entrando en razón.
Es tiempo para reflexionar. Lo que más echemos de menos es lo que realmente nos importaba, aunque no lo diésemos importancia. Pasar tiempo con nuestros padres, con nuestros amigos. Los paseos por la calle saludando a algún conocido. Escaparse algún rato a disparar unas fotos a mis lugares comunes. Pasear con mis niños, pasear en familia. Salir. Entrar. Improvisar. Vivir sin miedo.
Volverá la calma, pero será una lucha dura, y será larga. Y volveremos a las calles. Poco a poco y con dudas. Y faltarán algunos, esperemos que no muchos. Luchemos para que no sean muchos, aunque nuestro papel en la batalla sea tan (aparentemente) banal como quedarse en casa.
Mientras tanto toca trabajar en lo que se pueda, toca pasar tiempo con los niños para que nos contagien de optimismo, toca intentar sacar lo bueno del confinamiento, toca valorar lo que tenemos.
Y toca también revisar el catálogo de fotos para rescatar disparos, para pasear por los rincones donde solíamos gritar.
Aunque este rincón esté bastante abandonado, no pierdo la intención de volver a dejar caer líneas de vez en cuando. Puede ser uno de los propósitos para este próximo 2020. En cualquier caso, que tengáis todos unas muy felices fiestas y que el año nuevo venga cargado de ideas, proyectos y momentos por compartir.
Apenas tengo tiempo para repasar el año que termina. Apenas tengo tiempo, en general.
2017 lo hemos pasado a la carrera, con la lengua fuera, intentando aprender cómo gestionar esto de la familia numerosa. La parte buena me la salto, porque se sobreentiende: tres hijos como tres soles, que nos regalan momentos maravillosos. La contrapartida: la falta de sueño, de energía, de tiempo, de paciencia.
Terminamos un año en el que hemos hecho mil planes que invariablemente se han ido al traste; ha sido un 2017 de improvisación y de planes B. Ha sido un año que hemos sobrevivido. En 2018 no queremos sobrevivir, queremos vivir. Y pondremos todo nuestro empeño en ello. Que nos faltará sueño, pero no sueños.
Llevo un tiempo rumiando la idea de dedicar unas líneas a ese tema tan peliagudo de conciliar. Ahora que soy padre, me doy cuenta de que el sueño no es lo más difícil de conciliar. Intentar buscar el equilibrio entre la vida familiar y la laboral siempre es muy complicado, pero si ya añadimos hijos de por medio, y se vive en este peculiar país, la tarea se vuelve bastante cuesta arriba.
Dice el diccionario que conciliar es «hacer compatibles dos o más cosas«. Trabajar y disfrutar de la familia. Aunque para hacerlas compatibles haya que renunciar, recortar, limitar. Renuncias, recortes y limitaciones que en España tienden a ser más acusados que en países más avanzados en estos temas del vivir.
En este texto voy a expresar mi opinión y mi experiencia sobre el tema. Ojo, es mi punto de vista, basado en mis circunstancias personales. Ya se sabe lo que dicen de las opiniones y los culos. Pues eso. No tiene por qué ser generalizable. De hecho nunca me he considerado la persona más normal del país, afortunadamente.
A lo que íbamos. De repente te conviertes en padre. Me voy a saltar toda la parte de «es la mejor experiencia de la vida«, «por mucho que te lo hayan contado hay que vivirlo» y demás. Voy a avanzar un poco la película a cuando las cacas, los lloros, y los «sujétale bien la cabeza» están relativamente controlados. Ese momento, unos pocos -muy pocos- meses después del nacimiento de la criatura en el que toca reincorporarse al trabajo. Situación que lo más normal es que se coma la madre, porque en este país lo habitual es que el permiso sea más de maternidad que de paternidad. Si los padres (masculino, plural) reclamásemos más tiempo en nuestros trabajos quizás poco a poco en las entrevistas se dejase de preguntar a las mujeres si van a ser madres. «No, no pienso tener nunca hijos por el miedo a que me salga un responsable de recursos humanos«.
Quedan clausuradas otras navidades. Después de elecciones, loterías, noches buenas, comilonas, cambio de año, quedadas con amigos que vuelven a casa, compras, clima inusual, incendios malditos, encargos, más comilonas, cabalgatas, noches de Reyes y reuniones posteriores para compartir regalos, creo que ya está todo hecho, un año más.
Ya están prácticamente quitados (casi) todos los adornos navideños de casa, y tenemos el salón que parece que nos ha explotado una juguetería. Lo normal. Vivir estos días con el pequeño Teo los convierte en algo un poco más especial, aunque se entere sólo de la fiesta a medias. Eso sí, nos ha salido el chiquillo adicto al roscón. No cabe duda de que lleva nuestros genes.
Y ahora, toca volver a la normalidad. O a lo que sea que hacemos habitualmente.