Escuchando: Memory of water (Marillion)
Es curioso ver cómo a veces olvidamos episodios, detalles, recuerdos. Quizá sea más curioso aún descubrir cómo reaparecen, de cuando en cuando, como si hubiesen ocurrido ayer. Hacen click y te das cuenta de que siempre estuvieron allí.
A mí me ha pasado hace poco con una juguetería. Mi juguetería. Estaba al lado del cine de mi infancia, que hoy es una tienda de muebles. Y no era una tienda de juguetes enorme como las secciones de los grandes almacenes, como las de las películas. No. Era pequeña, y era la tienda de mis vecinos.
Para mí siempre fue un misterio. Eran unos señores muy educados, muy serios, demasiado. Y sin embargo, trabajaban en una juguetería; madrugaban, e iban allí: el sueño de todo niño, un lugar en el que es difícil imaginar a alguien con el semblante serio.
Era una juguetería especial, sí, porque era tan seria como mis vecinos. Uno no se encontraba a mano los alegres juegos que salían por la tele. No, los juguetes allí parecían taciturnos, perdían el brillo con el sol en el doble escaparate, o se aburrían dignamente tras estanterías de cristal que llegaban hasta el techo. Año tras año, los mismo juguetes, desconocidos, me miraban desde lo alto. Ellos buscaban un dueño que los tratase con respeto, y yo intentaba averiguar cuánto tiempo llevaban allí esperando. Soñaba con poder quedarme un día con ellos a solas, y abrir con precisión y cuidado de cirujano todas aquellas cajas con letras de colores descoloridos.
Claro que también estaba la escalera. Al fondo de la pequeña tienda, una escalera de hierro, de caracol, ascendía hasta el segundo piso, que nunca conocí. Para mí, siempre fue una estructura de complicados escalones que se perdía en las alturas, que desaparecía en un agujero negro como una boca. De lobo, por ejemplo. Mi vecino (él, siempre él) se dejaba engullir de vez en cuando por ella, y reaparecía con una bicicleta, con un futbolín, con una nave espacial; era el tesoro que guardaba aquel agujero tenebroso.
No sé si perdí antes el interés por aquellas cajas, o por la juguetería. Sí sé, aunque lo había olvidado, que mi vecino un día fue engullido por el agujero, y por sí mismo, y nunca más volvió a bajar los escalones de la boca del lobo. Se quedó allí, se rindió, balanceándose al extremo de una cuerda que debería haber sido un juguete.
Y lo había olvidado, hasta que hace unos días pasé por delante del local, ahora una agencia de viajes; el recuerdo hizo click y me vi reflejado en los escaparates. Hice sombra con las manos en la puerta, intentando vencer la oscuridad del interior, entrecerrando los ojos para distinguir la sombra de una escalera que ya no tiene la misma forma, ya no es tan grande, ya no es de caracol.
Pero sigue teniendo colmillos.
Es curioso ver cómo a veces olvidamos episodios, detalles, recuerdos.
1 comentario sobre «La boca del lobo»
Preciosa auto-historia.