Pez teleósteo, acantopterigio, provisto de algunos dientes cónicos…

Escuchando: Afraid to fall (Josh Rouse)

– Buenos días, ¿tiene hora?
– Sí, claro.
– Me alegro, yo también. Y llego tarde.
– ¿A dónde?
– A mi casa.
– ¿Vives usted lejos?
– No, en esta misma calle.
– Interesante, ¿a qué altura?
– En un décimo.
– Allí el aire será más puro.
– No crea, es una lotería.
– ¿Tiene algo que acabe en 3?
– Sí, mi número de teléfono, precisamente.
– Ah, pues le llamaré.
– Cuando guste; buenos días tenga usted.
– Buenos días, caballero.

Cuento sin principio #5

Escuchando: Hello, Goodbye (The Beatles)

Los idiomas son su vía de escape a la rutina. Muchas veces se sorprende con pensamientos ágiles, prácticos, directos, en inglés; otras, se deja llevar por la musicalidad de un francés más sensual en unos labios que en un papel; en los momentos de aburrimiento construye palabras en alemán, con piezas de Lego impronunciables formadas de letras.

Pero ahora, reconociendo de nuevo su cara entre la multitud, es una de esas ocasiones en las que sus básicos conocimientos de italiano llaman a la puerta. Ocasiones en las que cada nuevo encuentro es una nueva despedida…

Ciao.

Cuento sin principio #4

Escuchando: Triumph of the heart (Björk)

Fue una de mis lágrimas, se convirtió en un recuerdo acuoso que te llevaste con tu última caricia; no te duró mucho: se evaporó cuando me dijiste adios.

Hoy, forma parte de la lluvia que cae sobre mí, que huyo a pesar de haberme quedado; que cae sobre ti, que permaneces inmóvil a pesar de haberte marchado.

Cuento sin principio #3

Escuchando: Good Friday (CocoRosie)

Apurando el cigarro, con la nariz congelada por el frío, llegó hasta la puerta de la oficina de Correos; dejando caer a la vez la colilla y un suspiro, empujó la pesada puerta de cristal, y se dirigió al gris empleado tras el mostrador. A pesar de sus dificultades con el idioma, el resguardo, su dedo índice y una esforzada sonrisa lograron el milagro, y poco después ya se encontraba de vuelta, sujetando, acariciando con ambas manos el paquete anudado con cinta amarilla, intentando atravesar el cartón con la mirada, y poder así llegar hasta su contenido, lo único que aún la unía con todo lo que una vez conoció.

Intercambios

Escuchando: Heart of glass (Skye Sweetnam)

– Hola, me gusta mucho tu vida.

Uy, gracias…

– ¿Me regalas algunos de tus días?

Claro, claro…

– ¡Qué bien!

Pero… ¿qué me vas a dar a cambio?

– ¡Ups!

Ruinas

Escuchando: Dancin’ in the ruins (Blue Öyster Cult)

El hombre silencioso se pasea entre las ruinas, meditando, contemplando, subiendo, bajando.

Lo que observa le resulta interesante, pero lejano, restos de una época que no conoció… ¿o sí? Aquí y allá comienza a reconocer patrones, retazos. Se acerca para examinar detalles, se aleja para tener perspectiva, y el punto de fuga le sirve para lo contrario, para comprender que no se encuentra rodeado de unas ruinas, sino de sus ruinas.

Estas son las columnas que sustentaron antiguos sueños. Estas piedras formaron parte de una ilusión que creía enterrada. Aquí aún se intuye la forma de aquella esperanza. Una vez adoró estos capiteles.

Emocionado, temeroso, el hombre silencioso pasea sus ojos por lo que fue. Palpa, recordando con la punta de los dedos días pasados, y la piedra le deja un polvo blanquecino en los dedos. Es difícil meter las manos en el pasado y sacarlas limpias.

Sorprendido tras su descubrimiento, levanta la vista y recorre el paisaje. A lo lejos distingue la silueta de edificios en construcción, y decide acercarse. Sin embargo, estos cimientos no son los suyos, no se corresponden con sus nuevos sueños, sus nuevas ilusiones, esperanzas. Un día formarán parte de edificios funcionales, pero no tendrán nada que ver con él. Esto no es lo que busca, no es lo que quiere perseguir, no es en lo que se quiere convertir.

Abatido, se sienta en una piedra y finalmente encuentra lo que estaba buscando.

El hombre silencioso toma entre sus manos la pala, y la hunde en la tierra, dura, seca, que soportará su futuro.

Cuento sin principio #2

Escuchando: Head (Death In Vegas)

Ahora, fijándose más, nota las diferencias en los rasgos, similares, pero más duros, con la ausencia de esas pequeñas imperfecciones que tan bien llegó a conocer. Avergonzado, vuelve a guardar en el bolsillo de la chaqueta la sonrisa de los grandes reencuentros, y murmura, más para sí mismo que para su interlocutora, un gracias, muy amable.

Seis centímetros cuadrados

Escuchando: I Lied (Telefon Tel Aviv)

Demasiado frío para salir, demasiado aburrido para quedarse en casa. De fondo, el murmullo de la lluvia en la calle. Otro fondo, otra capa, algún disco, ni siquiera recuerdo cuál es, sonidos repetitivos y minimalistas para no desviar mi atención de la actividad que me traigo entre manos: no hacer absolutamente nada.

El Equipo A. La canción del Equipo A. Rompe la quietud, la atmósfera, me hace abrir los ojos de golpe. Tengo que cambiar la melodía del móvil, ya ni siquiera recuerdo por qué puse esa tontería. Pero tontería o no, está sonando. En la pantalla, un número que desconozco. Me lo quedo mirando unos segundos antes de descolgar, más por dejar de oír el timbre que por ganas de hablar.

No soy la persona más original del mundo, tampoco tengo ganas de serlo esta noche, así que contesto con un previsible ¿diga? y espero. Espero unos segundos en los que no se oye nada al otro lado de la línea. De pronto una voz, femenina, agradable, pausada, con el tono de quien ha ensayado cien veces la misma frase, pero aún así consigue recitarla con naturalidad: Hola Miguel, soy Julia, ¿te acuerdas de mí…?

Es mi turno para dejar pasar unos segundos de conversación en riguroso silencio. Básicamente, por dos razones. La primera, que no conozco a nadie que se llame Julia; la segunda, anecdótica, sin importancia: que no me llamo Miguel.

Hay veces que no comprendo mis reacciones. Ésta es una de ellas. Mi cerebro procesa y prepara la frase Lo siento, te has equivocado de número. En claro motín hacia mi persona, mi boca pronuncia ¿Julia?

Esta vez sin pausas, mi teléfono me lanza a la oreja la siguiente frase de la conversación: Si, Julia, de la facultad, quedamos un par de veces hace algunos años. He encontrado tu número y me han entrado ganas de saludarte, de saber qué ha sido de tu vida…

El motín continúa, mi cerebro se pasa al otro bando y me quedo a solas frente a mi imaginación. Ah, ya, suelto con toda la naturalidad de la que soy capaz. Gracias por llamar, qué ilusión, cuánto tiempo. Pues yo sigo por aquí, la verdad es que no he hecho gran cosa en estos años. Buscar trabajo, hacer alguna chapucilla. Nada importante, nada que me haya cambiado mucho la vida, la verdad… ¿y tú?

En lugar del esperado ¿no eres Miguel, verdad? lo que escuché fue un breve relato de un final de carrera (¿de qué carrera?) duro, largo, doloroso. De una búsqueda desganada de trabajo, de un empleo en Barcelona, me costó un poco adaptarme a vivir allí, pero después de unos meses tenía un grupo de gente muy legal con el que podía contar para cualquier cosa. Me relató sus pequeños éxitos, sus grandes fracasos, cómo con el tiempo la novedad dio paso a la añoranza, la derrota, el regreso de nuevo a casa de su madre (¿ya, pero a dónde?) hace un mes.

Este monólogo lo he acompañado intercalando constantes frases de asentimiento, alguna pregunta, palabras de ánimo, de apoyo; todo ello cortesía de la parte amotinada de mi cuerpo, la que me tiene amordazado el sentido común.

Tras esta avalancha de información. de nuevos unos instantes de silencio. Ella de nuevo: Bueno, no te entretengo más, a ver si nos vemos algún día y recordamos los viejos tiempos, ¿vale? Más que acordarme, en mi caso sería descubrirlos, pero aún así, asiento: claro, claro, cuando quieras. Llámame cualquier día, ya sabes dónde estoy (¿lo sabe?)

Despedida y cierre. Me quedo mirando la pantalla de mi teléfono. Seis centímetros cuadrado llenos de sorpresas.

Hay veces que no comprende sus reacciones. Ésta es una de ellas. Su cerebro procesa, pero su cuerpo se amotina y acaba tomando sus propias decisiones. Ana vuelve a dejar el teléfono sobre la cama, mientras se pregunta por qué se ha inventado una historia, por qué ha acabado contando sus fantasías a un desconocido. Es agradable compartir recuerdos, aunque sean falsos. Repitiéndose mentalmente esa conclusión, cien veces, mil veces, como castigo por sus locuras, como premio por ellas, apaga la luz y se queda dormida.